Atardecía en la ciudad costera, y el ruido generado por los
mercados de la populosa urbe se veía incrementado por el griterío que hacían
los pescadores al regresar a puerto y desembarcar sus capturas del día. Cuando
una inmensa galeaza de la flota apareció en el puerto y se abrió paso entre los
pequeños botes pesqueros a las bravas, el bullicio llegó a su clímax, resonando
por la mayor parte de la ciudad. Incluso en la parte alta, donde penetraba, si
bien de forma amortiguada, en una luminosa y lujosa sala donde esperaban varias
figuras.
La habitación había dado cobijo a muchas y curiosas
reuniones y había visto pasar a mucha gente por ella. Desde subordinados
temerosos de castigo o resignados ante los caprichos de su señor, a suplicantes
deseosos de favores o riquezas, e incluso rivales que secretamente tramaban la
caída de su anfitrión, todos habían desfilado por sus pulidos suelos de mármol;
pero en realidad nunca se había reunido tan variopinta colección como la que
ahora albergaba, y el propio despacho parecía exudar un aura de expectación. O
tal vez fuese sencillamente la gente allí reunida la que la generaba.
Los visitantes se encontraban aparentemente relajados, pero
en realidad se vigilaban unos a otros de manera solapada, y todos y cada uno de
ellos se encontraba al menos a un metro y medio de distancia de los otros. Esa
era la distancia mínima de seguridad fijada por los entendidos frente a un
ataque repentino con un arma corta, si bien la mayor parte de ellos no se hacía
la menor ilusión ante esa mínima prudencia: sabían que cualquiera de los
presentes era muy capaz de matar rápido y silenciosamente, y que esa corta distancia
sería poco impedimento frente a un certero ataque. Y eso si no se contaban las
armas de distancia como ballestas de mano, dardos emponzoñados o las dagas
arrojadizas. Por eso se vigilaban unos a otros como halcones.
Cuando uno de ellos suspiró y se levantó de su silla para
mirar por uno de los amplios ventanales, muchos ojos le siguieron, y una enorme
figura situada en las sombras de una esquina flexionó sonoramente sus grandes
garras y sacó de forma inquisitiva una larga y morada lengua bífida, a la par
que sus escamas adquirían un tono verde más profundo y unas glándulas situadas
en su grueso cuello comenzaban a hincharse y a borbotear.
-Ah, no. Ni hablar de
eso. – advirtió uno de los presentes, una elegante dama con un vestido a la
última moda – No en una habitación
cerrada, gracias. Creo que aquí todos los presentes quieren seguir teniendo
sentido del olfato esta noche…
- Malditos
Trogloditas – gruñó otro, resoplando entre unos caninos inferiores de
inusitado tamaño.
Muchas de las otras figuras asintieron ligeramente demostrando
su acuerdo, y la criatura reptiloide siseo ligeramente en una mezcla de
irritación y amenaza.
-No sssoy Troglodita,
essstúpido mamífero feo. – bramó el ser - Sssoy un Tren. Másss grande y fuerte que Troglodita. ¡Masss grande y
fuerte que tu!
El sujeto que había andado hacia la ventana se giro
lentamente y miró fríamente a los presentes, mientras se mesaba un acicalado
bigote.
-Tranquilos todos,
nada de tonterías. Nuestro cliente no tardará en llegar, y no es cuestión que
se encuentre su sala de reuniones llena de sangre y cadáveres ¿No?
-Creo que solo habría
un cadáver o dos… – murmuró la dama distraídamente mientras jugueteaba con
un anillo de apariencia inofensiva. Muchos de los presentes sabían que de él
podía proyectarse una pequeña aguja bañada en un letal veneno.
En ese momento un lejano bramido y tañido entró por los ventanales.
Era la hora de los servicios de la tarde, y decenas de templos en la ciudad
llamaban a sus fieles mediante colosales cuernos, trompetas, tañidos de campana
o gong, y gritos o cánticos fervorosos, creando una mareante cacofonía.
Mientras los presentes se tensaban inconscientemente ante
lo que a nivel profesional reconocían como una excelente distracción para
culminar un trabajo, una de las puertas se abrió y entró una imponente figura
con un aire autoritario y de poder que atrajo inmediatamente la atención de
todos. Se sentó tras una mesa y contempló pensativo al grupo reunido ante el
antes de hablar en un tono educado pero firme.
-Caballeros, damas, y
otros. Me alegro que hayan respondido a mi llamada con tal premura, y más
teniendo en cuenta que muchos de ustedes proceden de tierras muy lejanas y solo
han podido acudir a esta reunión merced a métodos arcanos, que siempre suponen
una molestia un cierto riesgo. Dado que todos consideramos nuestro tiempo muy
valioso (de hecho yo tengo una importante reunión en breve), iré directo al
grano:
“Son algunos de los
mejores profesionales en su campo, y agentes libres que no pertenecen a ninguna
de las organizaciones establecidas en su ramo, con lo que pueden acceder a los
contratos que consideren apropiados y rechazar aquellos que no les agraden.
Suelen trabajar en solitario o con ayuda de algunos asociados de confianza, de
modo que la discreción está garantizada y no hay posibilidades de que se filtre
la noticia a su presa (o sus herederos). Es por esto que sus características
les hacen ideales para el contrato que tengo en mente para sus servicios. –
y dicho esto comenzó a sacar algunos pergaminos que extendió sobre la mesa.
Todos los presentes se miraron con cierta curiosidad
mezclada con cautela, y comenzaron a acercarse prudentemente a la mesa y a
atisbar los documentos ahí expuestos.
-Bien. La cuantía de
la recompensa ya la conocen sobradamente, y sin ninguna duda habrá influido en
no pequeña medida a su presencia aquí – sonrió levemente –, pero no obstante permítanme señalársela de
nuevo – indicó un documento donde había escrita una cifra considerable. No,
considerable no. Astronómica –. El pago
se realizaría de la forma que deseasen. Bien con pagarés en las casas de
comercio que indicasen o bien en lingotes en bruto, o gemas, o moneda. Como
deseasen.
“La recompensa se
dará a quien o quienes acrediten el deceso del objetivo, preferentemente
mediante el sencillo método de traerme su cuerpo, aunque con la cabeza me bastaría
también. Aparte, si aceptasen el contrato, mis numerosos agentes y contactos
les ayudarían en lo que pudiesen, incluidos el suministro de información,
equipo, y similares.
Este último inciso levantó las cejas (o el equivalente) de
más de alguno, ya que no era nada habitual. Pero el contratante continuó su
exposición.
-Permitanme indicarles
que para mi el oro no es importante. Lo que me importa es que alguno de ustedes
lleve a cabo el contrato ¿esta claro? Cumplid con vuestro cometido,
sin importar los medios y los gastos. Lo importante es acabar con él
– al ver los asentimientos generales, sacó otro pergamino de debajo del de la
recompensa y señaló un dibujo y unas anotaciones escritas debajo. Volteó el
documento de modo que fuese visible para los presentes – Bien, aquí está su objetivo, caballeros.
Los asesinos se inclinaron para ver dibujo y nombre, y tras
asimilarlos, varios dieron un paso atrás o respingaron sobresaltados. Uno de
los presentes perdió la concentración durante un momento y su rostro se
desdibujo para adoptar la forma de algo que no era ni remotamente parecido a la
placida faz del semi-elfo que aparentaba ser.
Se oyeron susurros, según algunos de los presentes con
menos sangre fría comentaban con sus vecinos, y un aire de incertidumbre se cernió
sobre la sala.
-Y bien ¿Nadie
aceptará el contrato?
Unas pequeñas manos, pertenecientes a una no menos pequeña
figura, asomaron por el borde de la mesa y palparon sobre ella hasta encontrar
el pergamino. Se apoderaron de el y lo llevaron al nivel de unos ojos
inquisitivos y con un toque de locura. El diminuto individuo leyó el nombre que
figuraba en el papel, y una risa tan maniaca como inquietante resonó por la
habitación. Varios de los presentes se removieron inquietos, pero el anfitrión
sonrió ligeramente.
El Halfling siguió riéndose según marchaba hacia la salida.
Bertrand Pies-Velludos, conocido como “El Horrible Bertrand”,
volvía a tener un contrato.
Y Bertrand jamás había fallado un trabajo.
1 comentario:
A quién se quieren cargar ahora? Debe ser alguien importante! Miedooo!
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