Anochecía en la cala, y el suave murmullo de las olas sobre
la arena y las rocas y el graznido de las gaviotas que volvían a sus nidos,
situados en los cortados que dominaban la playa, lograban enmascarar los menos
usuales sonidos causados por las maromas de esparto, los crujidos de la madera asentándose
sobre la arena y las pisadas de varias personas que, gruñendo, se afanaban en
descargar sobre la playa voluminosas cajas procedentes de la sentina de un
varado navio.
La cala era una de tantas que jalonaban el este de Kadesh.
Situada en una costa quebrada, llena de peñascos, islotes y bahías, no era nada
fuera de lo común. Poseía una buena playa de arena en donde se podía varar
fácilmente un buque de poco calado, y sendos acantilados lo jalonaban al norte
y sur, convirtiéndola en un buen puerto natural aunque de reducido tamaño e
incapaz de albergar nada más grande que un mercante de tamaño medio o un par de
galeras ligeras. Unas pequeñas cuevas naturales en el risco norte ofrecían un
adecuado refugio o podían servir de almacen temporal, y una pendiente suave,
cubierta de matorrales pero transitable para mulos, daba acceso a las tierras
del interior y a la denominado “Camino de los Reyes: la gran carretera paralela
a la costa que recorría el litoral de Kadesh desde la frontera con Nihilia
hasta los estados de Ur-Kadesh, muy hacia el oeste, y que innumerables ejércitos
habían recorrido en un sentido u otro a lo largo de los siglos. El lugar
hubiese sido apropiado para albergar una pequeña comunidad de pescadores, pero
no disponía de una fuente de agua cercana, de modo que permanecía deshabitada y
olvidada… olvidada para todos excepto para los contrabandistas, los cuales
encontraban su remota localización, su puerto, sus cuevas y el sendero natural
idóneos para sus actividades.
De ese modo, las gaviotas contemplaban irritadas más que
sorprendidas la presencia de una Kyrenia, un panzudo navío mercante helénico,
que había arribado en pleno ocaso y al cual habían salido a recibir varias docenas
de individuos y mulas que se habían ocultado en las cuevas a lo largo de todo
un día. Ambas partes se habían saludado con el acostumbrado intercambio de
contraseñas, y tras ello los marineros habían comenzado a descargar las cajas
del barco, mientras sus clientes las cargaban en las mulas. Todo se realizaba
eficiente y silenciosamente, lo que demostraba que ninguno de los participantes
era precisamente nuevo en esas lides.
Cuatro figuras se paseaban entre las cajas, comprobando que
estuviesen en buen estado y que los números, escritos en tiza y en código, se
correspondiesen con los anotados en una tablilla de cera que portaban. De los
cuatro individuos, uno de ellos era un típico kadeshita ghazari, de piel
cetrina, constitución férrea y prominentes barbas rizadas. Iba ataviado con una
sobrecargada túnica multicolor que le cubría desde los hombros hasta los
tobillos. De los otros presentes, dos figuras eran mucho más estilizadas, y una
de ellas era aún más alta que el masivo ghazari. Ambas estaban enlutadas con
ligeras capas pardas, que les cubrían por completo, si bien un ligero tintineo
metálico desvelaba que estaban armadas y portaban algún tipo de armadura. El último individuo era un sujeto enorme y
aparentemente torpe, que sacaba una cabeza al más alto de los enlutados e iba
siempre detrás del alto enlutado, observando sus movimientos. Al igual que
ellos iba cubierto por una enorme capa parda, pero de un tejido más basto.
Conversaban entre ellas en susurros, en un idioma que no
parecía Ghazari, pero guardaron silencio cuando el capitán del navío se acerco
a ellos, con el clásico paso bamboleante de quien lleva mucho tiempo en el mar
y no está acostumbrado a andar por tierra firme.
-Y bien, Asgur ¿está
todo correcto? – preguntó el panzudo capitán, dirigiéndose al ghazari con
el nombre por el cual le conocía y que no era ni remotamente parecido al que le
habían otorgado sus progenitores.
-Estamos comprobando que
todo esté en orden y que no falte nada…
-Mis muchachos se
impacientan. Nos gustaría salir mientras la marea esta aun alta y estar lejos
de la costa antes del amanecer. Últimamente hay muchas galeras de guerra
patrullando estas aguas, tanto de vuestros principados como de los Nilienses.
No se qué os traéis entre manos por aquí, pero a los honrados comerciantes nos
hacéis la vida difícil – bromeó el helénico.
El ghazari se tensó durante un momento, y luego sonrió
plácidamente, con una mueca que no engañaba a nadie y bajo la cual se atisbaba
una implícita amenaza.
-Acabaremos muy
pronto, amigo. No hay nada de qué preocuparse. En cuanto a los problemas
locales, no nos atañen para nada. Aquí estamos entre honrados comerciantes, y
las intrigas y conflictos que azotan estas tierras no nos atañen para nada ¿no?
-Exacto, exacto. Por
eso quiero partir cuanto antes, con la plata prometida… - contestó el
panzudo marinero. Se le veía nervioso, y la figura alta y enlutada se le quedo
mirando, pensativa.
El grupo continuó revisando las cajas, acompañados por un
capitán que aumentaba visiblemente su nerviosismo. Finalmente encontraron el
porqué de tantos nervios.
-Esta caja se ha
abierto – manifestó Asgur, mirando acusador al helénico.
El contrabandista sudaba profusamente.
-¡Fue un accidente!
Durante una tormenta se rompió un amarre y la caja se cayó y se abrió. ¡Pero no
se ha roto nada!
La figura alta y estilizada se arrodilló junto a la caja y
la abrió. Dentro había unos masivos cilindros de bronce, con agujeros a
intervalos regulares y grandes agujeros en los extremos. Los cilindros
mostraban profusas decoraciones y gravados, así como talladuras de letras.
El enlutado maldijo entre dientes en un idioma que, desde
luego no era ninguna variante del Kadeshita.
-Malditos idiotas…
Se levantó y se encaró con el mercader, observándolo
detenidamente con penetrantes ojos grises, escrutándolo.
-Dígame, capitán
Eclamostes ¿Sabe qué es esto? – pregunto en un correcto Helénico. Su voz
era profunda, y su acento más seco y directo que los agudos tonos cantarines de
los Kadeshitas.
El contrabandista empalideció aún más, quedándose blanco
como la cera. Había viajado por todo el mundo y bien conocía él ese acento.
-Ja…Jamas había visto
nada igual- mintió el grueso capitán, tartamudeando, intentando salvar la
vida, pero aunque se preciaba de poder engañar al más hábil de los aduaneros,
aparentemente no logró confundir a su interlocutor. El conocía bien la función
de esos rodillos, puesto que había viajado mucho, visitado muchos puertos y
servido en muchos barcos, y el nerviosismo de saber de esos armatostes dio al
traste con su sangre fría, dejando la mentira al descubierto. Vio la muerte en
los ojos del alto sujeto, y se giró para intentar huir.
El alto individuo extrajo una ancha espada corta de su capa
y con una rapidez inusitada la hundió dos veces en el costado del capitán. Este
se derrumbó gritando y vomitando sangre, e intentó arrastrarse hacia su navío y
sus hombres, pero el alto sujeto lo agarró firmemente de un hombro y hundió por
tercera y definitiva vez su espada en la nuca del desdichado marino, acabando
con su agonía al instante.
-Matadlos a todos
– ordenó a sus acompañantes.
Los cargadores y arrieros kadeshitas sacaron de sus túnicas
dagas, palos y hasta espadas cortas y cayeron sobre los marineros helénicos
como lobos. Sin embargo, aunque ampliamente superados en número, los helénicos
eran experimentados marinos del Mar Interior, avezados en todos sus peligros y
hartos de combatir por sus vidas contra piratas, contrabandistas rivales y
clientes insatisfechos. Sacaron a su vez una variopinta colección de armas y
defendieron desesperados sus vidas mientras intentaban llegar a su barco y
desencallarlo.
-Hay que acabar con
este ruido, maldita sea. Si pasa una patrulla por aquí cerca lo oirá, y entonces estaremos perdidos… –
gruñó Asgur
El alto enlutado se llevo un silbato a los labios y emitió
un sonoro pitido.
Obedeciendo la orden, ocho figuras igualmente encapuchadas
salieron a la carrera de las cuevas. Blandían espadas cortas y escudos, y
algunos llevaban lanzas. Atacaron a los helénicos sin piedad alguna. Trabajaban
por parejas, con una coordinación era perfecta; mientras el primer guerrero
atacaba frontalmente al desdichado marinero, el segundo le embestía por el
costado, desequilibrándole y clavándole con saña la letal espada. Otros
lanzaban sus venablos con mortal precisión sobre los marineros que estaban
sobre el barco. En breves instantes, la lucha había acabado y todos los contrabandistas
estaban muertos o mortalmente heridos. Los encapuchados se paseaban entre los
cadáveres, rematando a los heridos fría y eficientemente.
Asgur se acercó a los tres enlutados, que contemplaban impertérritos
la masacre.
-El Señor Rojo siempre
se deleita con la sangre de infieles, pero ¿era realmente necesario esto? Nos
costará encontrar a otro contrabandista tan eficiente como el finado Eclamostes
y sus hombres…
-No los he matado en
honor del Señor Rojo, Asgur. El capitán Eclamostes había descubierto qué era
exactamente lo que había en la carga, y peor aún, su lugar de procedencia. No
podíamos dejar que se fuese de la lengua – contestó el alto enlutado en un
ghazari bastante fluido.
-¿Cómo lo descubrió?
– preguntó el otro enlutado en un ghazari macarrónico pero funcional.
-Esos burócratas imbéciles
enviaron piezas estándar, con las marcas del artesano y todo. Y además, el
cretino de Eclamostes parecía saber exactamente la función de las piezas. Puede
que las viese en acción en algún sitio, a saber. Una desafortunada cadena de
circunstancias… tanto para él como para nosotros. Ahora tendremos que buscar
otros mensajeros de confianza.
-No será fácil, si se
corre la voz de su final los demás contrabandistas se figurarán que fuimos
nosotros, los clientes, quienes acabamos con él y no querrán saber nada de
ningún contrato con nosotros.
-Quememos el barco
– propuso Asgur – eso borrará todas las
pruebas.
-Ni hablar, Asgur. La
luz de un incendio como ese se verá desde millas a la redonda y atraería
atención sobre esta cala, que está llena de huellas bastante esclarecedoras.
No. Lo que haremos será cargar todos los cadáveres sobre el barco,
desencallarlo y conducirlo fuera de la cala. Luego quedará a la deriva. Si
choca contra los acantilados y se hunde estupendo, y si por desgracia no es así
y lo encuentran aún a flote pensarán que se trata de un acto de piratería más…
-Excelente idea, mi
señor. Daré orden a mis hermanos de proceder como ordenaís – manifestó satisfecho
el ghazari mientras se marchaba a organizarlo todo.
Los encapuchados guerreros se reunieron en silencio alrededor
de sus lideres, limpiando cuidadosamente sus armas con trapos aceitosos.
-Bien hecho,
muchachos. Habéis salvado una dura situación. Estos memos kadeshitas iban a
dejar que los contrabandistas huyesen en el barco, y entonces se habría
descubierto todo. Esta misión es fundamental y no hemos de fallar bajo ninguna
circunstancia.
El segundo enlutado saludó marcialmente a su líder.
-No se preocupe, señor.
Cumpliremos nuestra misión. Convertiremos a estos cabreros fanáticos en una
auténtica amenaza, y esta tierra estará bañada en sangre cuando llegue la
primavera, tal y como nos ordenaron…
El Kyrenia del capitán
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