sábado, 21 de octubre de 2023

NUNCA ES BUEN NEGOCIO METERSE EN ASUNTOS DE BRUJOS

 

El vetusto mercenario Agamenón se deslizó colina abajo a considerable velocidad, sorteando cedros, piedras y arbustos con una agilidad que normalmente no se correspondería con su un tanto fornido corpachón y machacada apariencia. Pero el veterano mercenario era capaz de actos casi prodigiosos a la hora de salvar el pellejo. A lo largo de su dilatada carrera, se había convertido en un experto en ello.

Colina arriba se oían los últimos estertores de una buena bronca, pero el ruido de armas y los gritos de guerra habían terminado, y solo quedaban algunos aullidos de agonía.

Se secó el sudor de su frente y tomo aire, maldiciendo tanto el peso de su armadura de escamas como el ruido que hacía. La hubiese tirado por ahí, de no valer una fortuna y temer recibir algún flechazo o artera cuchillada en cualquier momento.

 

-Malditos mercenarios traicioneros… Ya no se puede confiar en nadie… – se lamentó, olvidando sin duda las veces que había sido él el traidor y no el objeto de la misma. 

 

Agamenón era popularmente conocido como “el Carnicero de Ángelos” por amigos y no tan amigos, todo a cuenta de un asalto y un saqueo especialmente cruento en el cual él y sus mercenarios (totalmente ebrios) habían asaltado la teóricamente aliada ciudad de Ángelos y no habían dejado piedra sobre piedra (ni nada que no estuviese clavado al suelo de manera bien firme). La verdad es que no recordaba mucho del asunto, salvo despertarse rodeado de ánforas de vino vacías y abrazado a un pesado candelabro de plata… Pero a cuenta del asunto sus contratantes le habían despedido e intentado ejecutar y además se había labrado una reputación un tanto nefasta, incluso entre los no muy selectos círculos de los mercenarios, de modo que él y su compañía de alegres corta-cuellos habían acabado relegados a contratos cada vez más marginales, peligrosos y peor pagados, y además bien lejos de los lugares acostumbrados.

Finalmente habían acabado exiliados a la lejana y exótica Nilia Oriental, donde se decía que siempre se buscaba mercenarios sin escrúpulos y dispuestos a todo tipo de trabajo sucio, pero donde se pagaban adecuadamente la competencia.

 

El decadente ambiente sureño y las constantes intrigas de la corte de Python le habían venido como un guante a Agamenón. No le faltaba trabajo a la hora de defender el asediado trono del petrimetre que se auto-proclamaba faraón (en realidad poco más que una marioneta alternativamente controlada por una facción u otra de la corte). Y como, salvo alguna excepción, la defensa consistía en salvaguardar el pellejo del faraón contra sus “leales” súbditos, o arrestar y aterrorizar a oponentes a su voluntad (o mejor dicho, a la de la camarilla que controlaba en ese momento al monarca), la vida le era fácil, y no le faltaba oro en la bolsa, buen vino en la copa y alguna concubina que le calentase el lecho durante las frias noches. La vida le volvía a sonreír.

Y entonces el chavalín ese, que se sentaba en un trono tres veces más grande que él, le había ordenado ponerse a las órdenes de un tío tan tieso y seco como una momia – un maldito brujo del tres veces maldito e infame Circulo Negro –. Y Agamenón se había dado cuenta al instante que se le había acabado la vicoca. El brujo había tomado a varios de sus mejores muchachos para algunos trabajos, y se los había devuelto… cambiados. Con miradas ausentes y aparentemente concentrados en algún trabajo encomendado, más que en oro, juerga y mujeres (como era de rigor entre ellos).

Además, el brujo finalmente le había enviado con alguno de sus mercenarios a la lejana y – para Agamenón – nada atractiva Kadesh a hacerse con una estúpida estatuilla, y encima le habían impuesto la compañía de uno de los sirvientes de confianza del brujo: una bestia enorme y coscura como la noche, armado hasta los dientes y con una espantoso – y, en su opinión, estúpido y poco práctico – yelmo en forma de calavera cornuda.

Y lo que era peor, aparentemente varios de sus muchachos habían decidido servir directamente al Circulo Negro y le habían traicionado, dejándole a merced de esa artera y silenciosa duendecilla psicópata que había surgido de la nada para amenazarle con rebanarle el pescuezo si sus mercenarios no deponían las armas y dejaban marchar a los chiflados de los colegas de la duende. En ese momento ese perro de Ballesta y varios más habían decidido que la misión era más importante que la vida de su jefe, y se habían amotinado, atacando a los que le permanecían fieles. Malditos fuesen. Y sobre todo el dichoso brujo.

Nunca es buen negocio meterse en asuntos de brujos…

 

Absorto en sus pensamientos, pero aún así alerta y sigiloso como una serpiente, Agamenon siguió descendiendo por la colina, camino de donde habían dejado los caballos. Planeaba montar uno y no parar hasta llegar a la costa; y que los dioses maldijesen la misión, la estatua y a todos los brujos del mundo.

Sin embargo, al poco percibió que no era el único que bajaba presuroso por la ladera, alguien más se dirigía hacia las monturas, rápido y más bien ruidoso. O un necio o alguien muy desesperado.

El viejo mercenario, sigiloso, oteo desde unos arbustos y vio que, efectivamente, uno de sus muchachos se dirigía  a toda prisa hacia él. Se trataba de Xophon, un veterano malencarado y duro como el cuero viejo que llevaba bastantes años a su servicio, a menudo como guardaespaldas suyo. Siempre le había considerado fiel; al menos hasta ese día, que había visto como se había puesto de parte del condenado Ballesta. De hecho, Xophon era uno de los mercenarios que el brujo había tomado a su servicio durante unos días, y ahora estaba visto que todos esos desgraciados ya no eran de confianza y que ese maldito sureño les había sorbido bien la sesera. 

Estaba claro que es lo que tenía que hacerse…

 

Xophon! – llamo, oculto entre los matorrales, alterando algo su voz para parecer la de otro de sus muchachos.

 

El mercenario se detuvo en seco y miró a los matorrales sorprendido

 

-Chritias ¿eres tu? – Susurró

 

-Ayúdame, amigo

 

Xophon se interno entre los matorrales, buscando al que creía un compañero en apuros, y no tuvo tiempo de percibir su gran error, porque Agamenon surgió de entre las sombras y con gran rapidez le agarró y le hundió su corta espada dos veces en la espalda. El desafortunado individuo graznó agónico, mientras se debatía, pero el asaltante no soltó su presa ni un instante

 

-Lo siento, Xophon, pero no debiste traicionarme… - gruño, hundiendo una vez más su espada en el agonizante mercenario. Este se convulsionó una vez más, exhaló un último aliento, y dejó de debatirse. Agamenon lo dejó caer, y el cadáver rodó entre los arbustos.

 

-Maldito brujo, mira lo que me has forzado a hacer. Conocía a Xophon desde hacia diez años, y hasta no me caía mal… La vida no es si no un camino de penurias, rodeado de un mar de lagrimas, el cual observan los crueles dioses con regocijo… – comenzó a declamar en tono filosófico, como solo un helénico podría hacer, a la par que sacaba una petaca y daba un buen trago; pero súbitamente cesó en seco - Eh ¿Pero qué demonios…?

 

Las sombras de los árboles y los arbustos comenzaron a alargarse lentamente hasta rodear el cadáver del desafortunado Xophon, envolviéndolo en su tenebroso abrazo. La temperatura bajó de pronto, y el bosque quedó súbitamente en silencio; de hecho pequeñas alimañas e insectos que rondaban por los alrededores se dieron a la fuga precipitadamente, o se acurrucaron aterrorizadas en cualquier escondrijo. Agamenón dio varios pasos hacia atrás, aterrorizado, mientras su jadeante aliento formaba volutas de vapor.

 

-Brujeria… - Murmuró, lívido

 

El cadáver sufrió una convulsión. Exhaló un largo y agónico gemido, borbotó un montón de sangre, y se puso nuevamente en pie, tambaleándose como si no recordase bien como caminar, como un borracho con una buena cogorza. Su piel era pálida como el mármol, de las heridas en la espalda seguían manando hilos de sangre, pero esta era ahora negra y coagulada; sus manos se abrían y cerraban convulsivamente, con una tensión y fuerza descomunal, y lo peor de todo, sus muertos ojos fulguraban con un sobrenatural y enfermizo resplandor verde.

 

Agamenón gritó de horror y salió corriendo como alma que lleva el diablo, casi dejando caer su ensangrentada espada y hasta su amada petaca.

 

-Ares, protégeme de estas oscuras artes – sollozaba, esperando que en cualquier momento el cadáver ambulante cayese sobre él y lo destrozase y arrojase su alma al Tártaro – Te sacrificaré un jugoso cordero y un ánfora de buen vino, y juro limitarme a la guerra limpia y honesta… no me involucraré de nuevo en estos líos... ¡Nunca es buen negocio meterse en asuntos de brujos!

 

Bien porque las plegarias a Ares funcionaron, o más probablemente porque el horrible no-muerto tenía otros imperativos más allá de vengar su muerte, el finado Xophon observó con total desinterés como el viejo mercenario salía corriendo. Su mirada recorrió el bosque a su alrededor. Luego, fijando su fulgurante mirada en un punto, comenzó a avanzar decididamente en esa dirección, como si algo le llamase…


El veterano y desafortunado mercenario Agamenón, el Carnicero de Ángelos

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