El
vetusto mercenario Agamenón se deslizó colina abajo a considerable velocidad,
sorteando cedros, piedras y arbustos con una agilidad que normalmente no se correspondería
con su un tanto fornido corpachón y machacada apariencia. Pero el veterano
mercenario era capaz de actos casi prodigiosos a la hora de salvar el pellejo.
A lo largo de su dilatada carrera, se había convertido en un experto en ello.
Colina
arriba se oían los últimos estertores de una buena bronca, pero el ruido de
armas y los gritos de guerra habían terminado, y solo quedaban algunos aullidos
de agonía.
Se
secó el sudor de su frente y tomo aire, maldiciendo tanto el peso de su
armadura de escamas como el ruido que hacía. La hubiese tirado por ahí, de no
valer una fortuna y temer recibir algún flechazo o artera cuchillada en
cualquier momento.
-Malditos mercenarios traicioneros… Ya no se
puede confiar en nadie… – se lamentó, olvidando sin duda las veces que
había sido él el traidor y no el objeto de la misma.
Agamenón
era popularmente conocido como “el Carnicero de Ángelos” por amigos y no tan
amigos, todo a cuenta de un asalto y un saqueo especialmente cruento en el cual
él y sus mercenarios (totalmente ebrios) habían asaltado la teóricamente aliada
ciudad de Ángelos y no habían dejado piedra sobre piedra (ni nada que no
estuviese clavado al suelo de manera bien firme). La verdad es que no recordaba
mucho del asunto, salvo despertarse rodeado de ánforas de vino vacías y
abrazado a un pesado candelabro de plata… Pero a cuenta del asunto sus
contratantes le habían despedido e intentado ejecutar y además se había labrado
una reputación un tanto nefasta, incluso entre los no muy selectos círculos de
los mercenarios, de modo que él y su compañía de alegres corta-cuellos habían
acabado relegados a contratos cada vez más marginales, peligrosos y peor pagados,
y además bien lejos de los lugares acostumbrados.
Finalmente
habían acabado exiliados a la lejana y exótica Nilia Oriental, donde se decía
que siempre se buscaba mercenarios sin escrúpulos y dispuestos a todo tipo de
trabajo sucio, pero donde se pagaban adecuadamente la competencia.
El
decadente ambiente sureño y las constantes intrigas de la corte de Python le
habían venido como un guante a Agamenón. No le faltaba trabajo a la hora de defender
el asediado trono del petrimetre que se auto-proclamaba faraón (en realidad
poco más que una marioneta alternativamente controlada por una facción u otra
de la corte). Y como, salvo alguna excepción, la defensa consistía en
salvaguardar el pellejo del faraón contra sus “leales” súbditos, o arrestar y
aterrorizar a oponentes a su voluntad (o mejor dicho, a la de la camarilla que controlaba
en ese momento al monarca), la vida le era fácil, y no le faltaba oro en la
bolsa, buen vino en la copa y alguna concubina que le calentase el lecho
durante las frias noches. La vida le volvía a sonreír.
Y
entonces el chavalín ese, que se sentaba en un trono tres veces más grande que
él, le había ordenado ponerse a las órdenes de un tío tan tieso y seco como una
momia – un maldito brujo del tres veces maldito e infame Circulo Negro –. Y
Agamenón se había dado cuenta al instante que se le había acabado la vicoca. El
brujo había tomado a varios de sus mejores muchachos para algunos trabajos, y
se los había devuelto… cambiados. Con miradas ausentes y aparentemente
concentrados en algún trabajo encomendado, más que en oro, juerga y mujeres
(como era de rigor entre ellos).
Además,
el brujo finalmente le había enviado con alguno de sus mercenarios a la lejana
y – para Agamenón – nada atractiva Kadesh a hacerse con una estúpida
estatuilla, y encima le habían impuesto la compañía de uno de los sirvientes de
confianza del brujo: una bestia enorme y coscura como la noche, armado hasta
los dientes y con una espantoso – y, en su opinión, estúpido y poco práctico –
yelmo en forma de calavera cornuda.
Y
lo que era peor, aparentemente varios de sus muchachos habían decidido servir
directamente al Circulo Negro y le habían traicionado, dejándole a merced de
esa artera y silenciosa duendecilla psicópata que había surgido de la nada para
amenazarle con rebanarle el pescuezo si sus mercenarios no deponían las armas y
dejaban marchar a los chiflados de los colegas de la duende. En ese momento ese
perro de Ballesta y varios más habían decidido que la misión era más importante
que la vida de su jefe, y se habían amotinado, atacando a los que le
permanecían fieles. Malditos fuesen. Y sobre todo el dichoso brujo.
Nunca
es buen negocio meterse en asuntos de brujos…
Absorto
en sus pensamientos, pero aún así alerta y sigiloso como una serpiente,
Agamenon siguió descendiendo por la colina, camino de donde habían dejado los
caballos. Planeaba montar uno y no parar hasta llegar a la costa; y que los
dioses maldijesen la misión, la estatua y a todos los brujos del mundo.
Sin
embargo, al poco percibió que no era el único que bajaba presuroso por la
ladera, alguien más se dirigía hacia las monturas, rápido y más bien ruidoso. O
un necio o alguien muy desesperado.
El viejo mercenario, sigiloso, oteo desde unos arbustos y vio que, efectivamente, uno de sus muchachos se dirigía a toda prisa hacia él. Se trataba de Xophon, un veterano malencarado y duro como el cuero viejo que llevaba bastantes años a su servicio, a menudo como guardaespaldas suyo. Siempre le había considerado fiel; al menos hasta ese día, que había visto como se había puesto de parte del condenado Ballesta. De hecho, Xophon era uno de los mercenarios que el brujo había tomado a su servicio durante unos días, y ahora estaba visto que todos esos desgraciados ya no eran de confianza y que ese maldito sureño les había sorbido bien la sesera.
Estaba claro
que es lo que tenía que hacerse…
-¡Xophon! – llamo, oculto entre los
matorrales, alterando algo su voz para parecer la de otro de sus muchachos.
El
mercenario se detuvo en seco y miró a los matorrales sorprendido
-Chritias ¿eres tu? – Susurró
-Ayúdame, amigo…
Xophon
se interno entre los matorrales, buscando al que creía un compañero en apuros,
y no tuvo tiempo de percibir su gran error, porque Agamenon surgió de entre las
sombras y con gran rapidez le agarró y le hundió su corta espada dos veces en
la espalda. El desafortunado individuo graznó agónico, mientras se debatía,
pero el asaltante no soltó su presa ni un instante
-Lo siento, Xophon, pero no debiste
traicionarme… - gruño, hundiendo una vez más su espada en el agonizante
mercenario. Este se convulsionó una vez más, exhaló un último aliento, y dejó de
debatirse. Agamenon lo dejó caer, y el cadáver rodó entre los arbustos.
-Maldito brujo, mira lo que me has forzado a
hacer. Conocía a Xophon desde hacia diez años, y hasta no me caía mal… La vida
no es si no un camino de penurias, rodeado de un mar de lagrimas, el cual observan los crueles dioses con regocijo… – comenzó
a declamar en tono filosófico, como solo un helénico podría hacer, a la par que
sacaba una petaca y daba un buen trago; pero súbitamente cesó en seco - Eh ¿Pero qué demonios…?
Las
sombras de los árboles y los arbustos comenzaron a alargarse lentamente hasta
rodear el cadáver del desafortunado Xophon, envolviéndolo en su tenebroso
abrazo. La temperatura bajó de pronto, y el bosque quedó súbitamente en
silencio; de hecho pequeñas alimañas e insectos que rondaban por los
alrededores se dieron a la fuga precipitadamente, o se acurrucaron
aterrorizadas en cualquier escondrijo. Agamenón dio varios pasos hacia atrás,
aterrorizado, mientras su jadeante aliento formaba volutas de vapor.
-Brujeria… - Murmuró, lívido
El
cadáver sufrió una convulsión. Exhaló un largo y agónico gemido, borbotó un
montón de sangre, y se puso nuevamente en pie, tambaleándose como si no
recordase bien como caminar, como un borracho con una buena cogorza. Su piel
era pálida como el mármol, de las heridas en la espalda seguían manando hilos
de sangre, pero esta era ahora negra y coagulada; sus manos se abrían y
cerraban convulsivamente, con una tensión y fuerza descomunal, y lo peor de
todo, sus muertos ojos fulguraban con un sobrenatural y enfermizo resplandor verde.
Agamenón
gritó de horror y salió corriendo como alma que lleva el diablo, casi dejando
caer su ensangrentada espada y hasta su amada petaca.
-Ares, protégeme de estas oscuras artes –
sollozaba, esperando que en cualquier momento el cadáver ambulante cayese sobre
él y lo destrozase y arrojase su alma al Tártaro – Te sacrificaré un
jugoso cordero y un ánfora de buen vino, y juro limitarme a la guerra limpia y
honesta… no me involucraré de nuevo en estos líos... ¡Nunca es buen negocio
meterse en asuntos de brujos!
Bien
porque las plegarias a Ares funcionaron, o más probablemente porque el horrible
no-muerto tenía otros imperativos más allá de vengar su muerte, el finado
Xophon observó con total desinterés como el viejo mercenario salía corriendo. Su
mirada recorrió el bosque a su alrededor. Luego, fijando su fulgurante mirada
en un punto, comenzó a avanzar decididamente en esa dirección, como si algo le
llamase…
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