Caía la noche. Una noche que, nuevamente, era fría y
lluviosa; como tantas otras en estos últimos tiempos.
Yaya Arce echó otro leño al hogar y calentó sus viejas y
agarrotadas manos al calor de la lumbre. Hacía muchos años, en su juventud, numerosos
jóvenes habían susurrado apasionados su nombre, pero ahora todos sus vecinos la
llamaban sencillamente “Yaya Arce” o incluso solo “la Yaya ”. Cosas de haber ejercido de
parturienta y sanadora durante más de sesenta años en una pequeña y dispersa
comunidad agrícola.
La anciana comenzó los rutinarios preparativos para irse a
la cama. Retirar la tetera del fuego; atizar la lumbre y colocar una vieja
pantalla de latón – para evitar que saltasen las ascuas –; colocar una taza de
leche a mano para la noche; guardar el viejo y manoseado códice de hierbas
curativas (su mayor tesoro) en su repisa, junto con los otros tres libros que
poseía; asegurar puertas y ventanas…
Fue en ese momento cuando en la ventana con cristalera (el
orgullo de su humilde morada y una maravilla en su rústico vecindario, traída
desde Waterdeep y montada por su propio hijo Kerebal, que trabajaba de plomero
y cristalero en la gran ciudad) vio algo que le puso los pelos de punta.
Literalmente.
Pequeñas formaciones de hielo iban extendiéndose lentamente
por los distintos cristales, partiendo del emplomado y cubriéndolos lentamente.
En las inmediaciones de la cabaña nada se movía y nada se oía, salvo el aullido
solitario de un lobo. Yaya conocía bien los ruidos de la naturaleza, y ese lobo
no aullaba a la luna, si no más bien era un lamento fúnebre. La lluvia dejó de
repiquetear en el techo, y el viento amainó bastante. Pese a ello, se oía a los
árboles del cercano bosque mover sus ramas y crujir, como en las noches de gran
frío.
La vieja Yaya poseía un gran elenco de conocimientos que le
habían servido bien a lo largo de su vida, si bien mucha gente de ciudad los
hubiese catalogado como meras supersticiones. Y sabía lo que esos presagios
podían indicar. Con una velocidad pasmosa para alguien de su edad, corrió a su
viejo baúl y tras sacar varios objetos, realizó varios curiosos preparativos
ante los que más de un urbanita hubiese levantado las cejas, o directamente se
hubiese carcajeado. Luego se quedó esperando, sentada en su mecedora y mirando
fijamente la única puerta de su cabaña.
La noche continuó su curso, con frías rachas de viento
silbando entre los árboles, y un penetrante frío en aumento. Pese a ello, la
vieja Yaya Arce pudo percibir perfectamente furtivos movimientos en las
arboledas que rodeaban la cabaña, y de vez en cuando le llegaban lo que
parecían ligeras risas, apenas audibles o difíciles de distinguir del sonido
del viento, pero inquietantes y siniestras. Estos sonidos se fueron acercando,
hasta rodear por completo su morada. Al cabo de un rato, pudo oír como un
caballo avanzaba lentamente por el camino que llevaba a su porche, y se detenía
ante su puerta. Tras un largo momento, algo bajó de la montura y se acercó
pausadamente al porche. Subió las escaleras y pisó la madera de su casa. Toda
ella crujió lastimosamente, y la sensación de frío se acentuó.
La puerta comenzó a vibrar, como si un fuerte viento
racheado la estuviese empujando con una fuerza irresistible. Las bisagras y
cerrojos tintinearon quejumbrosos, mientras el penetrante frío hacia contraerse
el metal y la fuerza que las empujaba iba en aumento. Finalmente, con un sonoro
chasquido, los cerrojos cedieron, y la puerta se abrió tan bruscamente que
golpeó con violencia contra la pared. Una fuerte ráfaga de viento helador se introdujo
en la casa y apagó varias velas.
Una figura se perfilaba en el vano de la puerta. Con una
altura aproximada de dos metros, y muy delgada, su tamaño imponía, pero más aún
su apariencia: piel blanca como la nieve recién caída; pelo largo y
blanco-plateado que caía descuidado sobre hombros y espalda, sujeto únicamente
por una hermosa diadema de un metal plateado y frio; largas orejas puntiagudas
que sobresalían de su abundante cabellera; un rictus serio y casi inexpresivo
que daba pavor; y sobre todo unos ojos en los cuales brillaban orbes de fría
luz blanco-azulada. La criatura irradiaba frío y pavor, y era hermosa. Muy
hermosa.
-Buenas noches –
saludo apaciblemente la anciana.
La criatura fijo su mirada en ella y una sombra de sonrisa
alumbró en sus labios. Hizo ademán de entrar en la cabaña, pero se detuvo en
seco, y un atisbo de duda cruzo su semblante. Levantó su mirada y la posó sobre
la pesada herradura de hierro que estaba clavada sobre la puerta. Detrás de
ella se oyeron multitud de gorjeos y grititos de irritación y sorpresa.
-No hace falta que
entréis vos y vuestros acompañantes. Vuestra ofrenda esta fuera, como marcan
las tradiciones…
La criatura miró despectiva al platito con leche y miel que
estaba junto a la puerta, en el porche.
-¿De verdad esperáis
comprar mi buena voluntad con tal lamentable ofrenda? – su voz era
cantarina, con tonos musicales y armoniosos. Pero fría y desapasionada - ¿Leche y miel? Jajajaja.
Chillidos y risas se hicieron coro de la gélida carcajada
del sujeto, pero muchas estaba ahogadas, como si las bocas que las emitieran
estuvieran engullendo la misma leche y
miel objeto de desprecio.
-No obstante, las
costumbres se han respetado… - apuntó la Yaya.
-Vaya. Así que aquí
tenemos a una mortal que sigue las Antiguas Costumbres ¿eh? – inquirió sardónico
el sujeto mientras fijaba la mirada en la herradura. Con visible esfuerzo dio
un paso hacia el interior de la cabaña. La herradura comenzó a humear y a
ponerse al rojo. Con una sonrisa, la criatura intentó dar otro paso hacia el
interior y nuevamente se detuvo en seco, visiblemente confundido.
-Oh. Hay clavos de
hierro en la jamba de la puerta, sal esparcida bajo las tablas del suelo y la
primera tabla es de madera de limonero. – apuntó la mujer, y echando la
mano a una pesada clava, la coloco sobre su regazo – Al igual que esta pesada porra…
La criatura retrocedió hasta el porche, sorprendida.
Murmullos de ansiedad resonaron alrededor de la cabaña. Miró a su alrededor y
sus ojos se posaron en la ventana.
-Las ventanas poseen
salvaguardas similares – aclaró la Yaya.
-Muy bien, anciana. Muy
astuta. Parece que llegaras a ver el amanecer. Y por tu respeto a las Antiguas
Costumbres te otorgaré un obsequio. No morirás ni por mi mano ni por ninguna de
los míos… – Un sonoro coro de chillidos de pesadumbre y rabia acogieron
estas palabras.
-Sois muy amable…
-No. No lo creo. No
había terminado. Como decía, no moriréis. Os dejaremos viva, para que veáis
como esta tierra se sume en la oscuridad, la niebla y el invierno eternos. Para
que contempléis como los bosques se oscurecen y convierten en sofocantes
espesuras, y engullen en su sombra todos los prados y cultivos que vuestras
patéticas especies han abierto. Y para que podáis oír los lamentos de las
madres que descubren las cunas de sus retoños vacías; y por último podáis oler
el terror de vuestros vecinos cuando se acerquen las oscuras noches sin luna y
sepan que serán cazados por la espesura como las viles criaturas que son.
“El momento de los
mortales ha pasado, aunque no os deis cuenta aún. Los Antiguos Tiempos volverán,
solo que no estarán regidos por los débiles y complacientes Tel’Quessir. Ni por
el pueblo que baila a la luz de la Luna. No. Ahora nos toca a nosotros. Los
hijos de la Oscuridad y del Viento. Bailaremos a la luz de la Luna Negra, sobre
un lecho de calaveras mortales, y beberemos leche y miel aderezada con sangre
humana…
Un coro de aullidos exultantes y risas histéricas se
levantaron ante estas palabras, y la criatura sonrió abiertamente. Una sonrisa
bella y letal, capaz de volver loco de miedo a cualquiera. La vieja Yaya se
derrumbó sollozando, con lágrimas de sangre corriendo por sus mejillas.
-Chauntea, salvanos…
- farfullaba.
-Vuestros débiles
dioses no pueden ayudaros ahora. Asumidlo. En estas tierras ha comenzado el
ocaso de los pueblos mortales, y este se extenderá por la faz de todo este
orbe. Mi pueblo ya tiene un ancla en este mundo mortal, un ancla que unos pocos
hemos aprovechado para deslizarnos a través de los muros que lo protegen. A
medida que pase el tiempo lanzaremos más anclas, y finalmente el muro se
derrumbará y podremos pasar a miles, millones... Muy pronto mis gentes tendrán
un nuevo hogar, y lo levantarán con vuestros huesos. Antes de que el invierno
acabe, tu pueblo habrá muerto casi en su totalidad, y los que sobrevivan servirán
como diversión para nuestras cacerías. Su sangre correrá por los altares en
honor de nuestra Reina, y tú, anciana, podrás verlo todo. Ese es mi obsequio, jajaja.
Instantes después, el terrorífico visitante se había ido, y
el coro de risas se alejaba por la noche.
A lo lejos, en la granja de los Ballric, se oían aullidos
de terror, y más lejos, en la granja de los Ossum, un frío resplandor iluminaba
la noche, como si algo ardiese con fuerza con llamas azules.
-Estamos perdidos
– sollozo la vieja Yaya.
1 comentario:
AAAAAGGGGHHHH!!! Esto se pone feo, o más feo. Ufff lo que nos costó un enfrentamiento con dos, si son miles me mudo de Mundo una temporada...
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