miércoles, 18 de septiembre de 2013

EL FRIO OBSEQUIO DE UN VISITANTE NOCTURNO

Caía la noche. Una noche que, nuevamente, era fría y lluviosa; como tantas otras en estos últimos tiempos.
Yaya Arce echó otro leño al hogar y calentó sus viejas y agarrotadas manos al calor de la lumbre. Hacía muchos años, en su juventud, numerosos jóvenes habían susurrado apasionados su nombre, pero ahora todos sus vecinos la llamaban sencillamente “Yaya Arce” o incluso solo “la Yaya”. Cosas de haber ejercido de parturienta y sanadora durante más de sesenta años en una pequeña y dispersa comunidad agrícola.

La anciana comenzó los rutinarios preparativos para irse a la cama. Retirar la tetera del fuego; atizar la lumbre y colocar una vieja pantalla de latón – para evitar que saltasen las ascuas –; colocar una taza de leche a mano para la noche; guardar el viejo y manoseado códice de hierbas curativas (su mayor tesoro) en su repisa, junto con los otros tres libros que poseía; asegurar puertas y ventanas…

Fue en ese momento cuando en la ventana con cristalera (el orgullo de su humilde morada y una maravilla en su rústico vecindario, traída desde Waterdeep y montada por su propio hijo Kerebal, que trabajaba de plomero y cristalero en la gran ciudad) vio algo que le puso los pelos de punta. Literalmente.
Pequeñas formaciones de hielo iban extendiéndose lentamente por los distintos cristales, partiendo del emplomado y cubriéndolos lentamente. En las inmediaciones de la cabaña nada se movía y nada se oía, salvo el aullido solitario de un lobo. Yaya conocía bien los ruidos de la naturaleza, y ese lobo no aullaba a la luna, si no más bien era un lamento fúnebre. La lluvia dejó de repiquetear en el techo, y el viento amainó bastante. Pese a ello, se oía a los árboles del cercano bosque mover sus ramas y crujir, como en las noches de gran frío.
La vieja Yaya poseía un gran elenco de conocimientos que le habían servido bien a lo largo de su vida, si bien mucha gente de ciudad los hubiese catalogado como meras supersticiones. Y sabía lo que esos presagios podían indicar. Con una velocidad pasmosa para alguien de su edad, corrió a su viejo baúl y tras sacar varios objetos, realizó varios curiosos preparativos ante los que más de un urbanita hubiese levantado las cejas, o directamente se hubiese carcajeado. Luego se quedó esperando, sentada en su mecedora y mirando fijamente la única puerta de su cabaña.

La noche continuó su curso, con frías rachas de viento silbando entre los árboles, y un penetrante frío en aumento. Pese a ello, la vieja Yaya Arce pudo percibir perfectamente furtivos movimientos en las arboledas que rodeaban la cabaña, y de vez en cuando le llegaban lo que parecían ligeras risas, apenas audibles o difíciles de distinguir del sonido del viento, pero inquietantes y siniestras. Estos sonidos se fueron acercando, hasta rodear por completo su morada. Al cabo de un rato, pudo oír como un caballo avanzaba lentamente por el camino que llevaba a su porche, y se detenía ante su puerta. Tras un largo momento, algo bajó de la montura y se acercó pausadamente al porche. Subió las escaleras y pisó la madera de su casa. Toda ella crujió lastimosamente, y la sensación de frío se acentuó.
La puerta comenzó a vibrar, como si un fuerte viento racheado la estuviese empujando con una fuerza irresistible. Las bisagras y cerrojos tintinearon quejumbrosos, mientras el penetrante frío hacia contraerse el metal y la fuerza que las empujaba iba en aumento. Finalmente, con un sonoro chasquido, los cerrojos cedieron, y la puerta se abrió tan bruscamente que golpeó con violencia contra la pared. Una fuerte ráfaga de viento helador se introdujo en la casa y apagó varias velas.
Una figura se perfilaba en el vano de la puerta. Con una altura aproximada de dos metros, y muy delgada, su tamaño imponía, pero más aún su apariencia: piel blanca como la nieve recién caída; pelo largo y blanco-plateado que caía descuidado sobre hombros y espalda, sujeto únicamente por una hermosa diadema de un metal plateado y frio; largas orejas puntiagudas que sobresalían de su abundante cabellera; un rictus serio y casi inexpresivo que daba pavor; y sobre todo unos ojos en los cuales brillaban orbes de fría luz blanco-azulada. La criatura irradiaba frío y pavor, y era hermosa. Muy hermosa.

-Buenas noches – saludo apaciblemente la anciana.

La criatura fijo su mirada en ella y una sombra de sonrisa alumbró en sus labios. Hizo ademán de entrar en la cabaña, pero se detuvo en seco, y un atisbo de duda cruzo su semblante. Levantó su mirada y la posó sobre la pesada herradura de hierro que estaba clavada sobre la puerta. Detrás de ella se oyeron multitud de gorjeos y grititos de irritación y sorpresa.

-No hace falta que entréis vos y vuestros acompañantes. Vuestra ofrenda esta fuera, como marcan las tradiciones

La criatura miró despectiva al platito con leche y miel que estaba junto a la puerta, en el porche.

-¿De verdad esperáis comprar mi buena voluntad con tal lamentable ofrenda? – su voz era cantarina, con tonos musicales y armoniosos. Pero fría y desapasionada - ¿Leche y miel? Jajajaja.

Chillidos y risas se hicieron coro de la gélida carcajada del sujeto, pero muchas estaba ahogadas, como si las bocas que las emitieran estuvieran engullendo la misma  leche y miel objeto de desprecio.

-No obstante, las costumbres se han respetado… - apuntó la Yaya.

-Vaya. Así que aquí tenemos a una mortal que sigue las Antiguas Costumbres ¿eh? – inquirió sardónico el sujeto mientras fijaba la mirada en la herradura. Con visible esfuerzo dio un paso hacia el interior de la cabaña. La herradura comenzó a humear y a ponerse al rojo. Con una sonrisa, la criatura intentó dar otro paso hacia el interior y nuevamente se detuvo en seco, visiblemente confundido.

-Oh. Hay clavos de hierro en la jamba de la puerta, sal esparcida bajo las tablas del suelo y la primera tabla es de madera de limonero. – apuntó la mujer, y echando la mano a una pesada clava, la coloco sobre su regazo – Al igual que esta pesada porra…

La criatura retrocedió hasta el porche, sorprendida. Murmullos de ansiedad resonaron alrededor de la cabaña. Miró a su alrededor y sus ojos se posaron en la ventana.

-Las ventanas poseen salvaguardas similares – aclaró la Yaya.

-Muy bien, anciana. Muy astuta. Parece que llegaras a ver el amanecer. Y por tu respeto a las Antiguas Costumbres te otorgaré un obsequio. No morirás ni por mi mano ni por ninguna de los míos… – Un sonoro coro de chillidos de pesadumbre y rabia acogieron estas palabras.

-Sois muy amable…

-No. No lo creo. No había terminado. Como decía, no moriréis. Os dejaremos viva, para que veáis como esta tierra se sume en la oscuridad, la niebla y el invierno eternos. Para que contempléis como los bosques se oscurecen y convierten en sofocantes espesuras, y engullen en su sombra todos los prados y cultivos que vuestras patéticas especies han abierto. Y para que podáis oír los lamentos de las madres que descubren las cunas de sus retoños vacías; y por último podáis oler el terror de vuestros vecinos cuando se acerquen las oscuras noches sin luna y sepan que serán cazados por la espesura como las viles criaturas que son.
“El momento de los mortales ha pasado, aunque no os deis cuenta aún. Los Antiguos Tiempos volverán, solo que no estarán regidos por los débiles y complacientes Tel’Quessir. Ni por el pueblo que baila a la luz de la Luna. No. Ahora nos toca a nosotros. Los hijos de la Oscuridad y del Viento. Bailaremos a la luz de la Luna Negra, sobre un lecho de calaveras mortales, y beberemos leche y miel aderezada con sangre humana…

Un coro de aullidos exultantes y risas histéricas se levantaron ante estas palabras, y la criatura sonrió abiertamente. Una sonrisa bella y letal, capaz de volver loco de miedo a cualquiera. La vieja Yaya se derrumbó sollozando, con lágrimas de sangre corriendo por sus mejillas.

-Chauntea, salvanos… - farfullaba.

-Vuestros débiles dioses no pueden ayudaros ahora. Asumidlo. En estas tierras ha comenzado el ocaso de los pueblos mortales, y este se extenderá por la faz de todo este orbe. Mi pueblo ya tiene un ancla en este mundo mortal, un ancla que unos pocos hemos aprovechado para deslizarnos a través de los muros que lo protegen. A medida que pase el tiempo lanzaremos más anclas, y finalmente el muro se derrumbará y podremos pasar a miles, millones... Muy pronto mis gentes tendrán un nuevo hogar, y lo levantarán con vuestros huesos. Antes de que el invierno acabe, tu pueblo habrá muerto casi en su totalidad, y los que sobrevivan servirán como diversión para nuestras cacerías. Su sangre correrá por los altares en honor de nuestra Reina, y tú, anciana, podrás verlo todo. Ese es mi obsequio, jajaja.

Instantes después, el terrorífico visitante se había ido, y el coro de risas se alejaba por la noche.
A lo lejos, en la granja de los Ballric, se oían aullidos de terror, y más lejos, en la granja de los Ossum, un frío resplandor iluminaba la noche, como si algo ardiese con fuerza con llamas azules.


-Estamos perdidos – sollozo la vieja Yaya.

1 comentario:

DSR dijo...

AAAAAGGGGHHHH!!! Esto se pone feo, o más feo. Ufff lo que nos costó un enfrentamiento con dos, si son miles me mudo de Mundo una temporada...